Frankenstein: una lección de anatomía (Guillermo del Toro, 2025)

Guillermo del Toro lleva toda su carrera dialogando con los monstruos. No los teme: los comprende. En ellos encuentra las grietas de la humanidad, el reflejo de lo que intentamos ocultar. Con Frankenstein (2025), el director mexicano cumple un sueño que lo acompañaba desde niño y entrega una de sus películas más personales. No adapta simplemente la novela de Mary Shelley: la abre en canal, la examina como si fuese un cuerpo al que intenta encontrarle el alma.

Entre la creación y el castigo

La película comienza en penumbra, como si el mundo aún no hubiese nacido. En ese espacio suspendido entre la vida y la muerte, el doctor Victor Frankenstein desafía a la naturaleza movido no por el poder, sino por la necesidad de redención. Del Toro lo presenta como un hombre atormentado, tan frágil como el ser que engendra.

Su criatura —interpretada con una humanidad sobrecogedora— no es un monstruo, sino una consecuencia. Es el espejo que obliga al creador a enfrentarse a lo que ha hecho, a lo que ha perdido, a lo que nunca podrá reparar.

El guion construye ese vínculo con precisión quirúrgica. Cada palabra pesa, cada silencio se siente. Del Toro no convierte el mito en una historia gótica de terror, sino en una tragedia íntima: la de dos almas que se buscan sin saber si merecen encontrarse.

La anatomía del alma

Más que una historia de horror, Frankenstein es una reflexión sobre lo que significa ser humano. La cámara recorre cuerpos, rostros y cicatrices con la paciencia de un anatomista que busca la emoción bajo la piel.

El laboratorio del doctor —iluminado por relámpagos y sombras temblorosas— no es un templo de la ciencia, sino un confesionario. En él, la carne y el alma se mezclan hasta volverse indistinguibles.

Del Toro convierte la creación del monstruo en una secuencia hipnótica, casi litúrgica. No hay susto ni morbo: hay respiración, textura y sonido. Es un nacimiento, pero también un lamento. La belleza surge de lo grotesco, la ternura de lo imposible. Como en El laberinto del fauno o La forma del agua, el horror se transforma en poesía.

Un diseño que respira poesía

Visualmente, la película es un prodigio. La dirección de arte reconstruye una Europa industrial en ruinas, entre fábricas que parecen órganos y cielos cargados de electricidad.
La fotografía de Dan Laustsen —colaborador habitual del director— alterna verdes enfermizos y dorados apagados para capturar un mundo que se pudre y brilla a la vez. Cada plano parece pintado, pero nunca pierde su propósito narrativo: revelar el alma de quienes lo habitan.

La criatura es una obra maestra de diseño y actuación. No hay en ella rastro del cliché: no es un ser cosido de retazos, sino un cuerpo vulnerable que intenta comprender su propio dolor. Su mirada —entre inocente y devastada— contiene toda la tragedia del relato.

Una tragedia sobre el amor que crea y destruye

Más allá de su virtuosismo técnico, Frankenstein es una historia sobre el amor y la culpa. Victor ama a su creación como quien ama su reflejo, pero la odia por recordarle lo que nunca podrá controlar. Esa contradicción es el corazón de la película.

Del Toro entiende que Mary Shelley no escribió sobre ciencia, sino sobre abandono: sobre lo que ocurre cuando un hijo es rechazado por su padre, cuando el creador huye de su obra.

En esa herida, la película se vuelve universal. Habla del miedo a la responsabilidad, de la soledad, del deseo de ser visto. La criatura no busca venganza, sino comprensión. Y en esa búsqueda, el monstruo se vuelve más humano que su creador.

El latido de un clásico renacido

Del Toro no moderniza el mito: lo reinterpreta desde la emoción. Entre los restos del laboratorio y la música que acompaña los últimos planos, hay una certeza luminosa: lo que nos une a los monstruos no es la fealdad, sino el deseo de ser amados.

Frankenstein no es solo una película sobre la vida y la muerte, sino sobre la responsabilidad de crear —una idea, una obra, una vida— y sobre el precio de abandonarla.

Reflexión final

Lo mejor: su dirección visual, el tono trágico que humaniza el mito y la interpretación de la criatura, que emociona sin una sola palabra.
Lo peor: su ritmo contemplativo, que puede resultar exigente para quienes esperen un relato de terror clásico.

Guillermo del Toro firma una obra íntima y dolorosa, una elegía sobre la creación, la pérdida y la culpa. Un relato donde la ciencia se vuelve arte y la carne, metáfora.
Porque al final, el verdadero monstruo no es quien nace de los restos… sino quien no sabe amar lo que ha creado.

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