Hay películas que no necesitan gritar para dejar huella. Películas que llegan envueltas en un silencio cálido, casi tímido, pero que al marcharse dejan encendida una luz que no tenías antes. Klaus es una de ellas: una fábula que abraza la empatía, el gesto mínimo y la idea esencial de que la bondad —la verdadera, la que nace sin pedir nada— sigue siendo capaz de mover mundos.





